4/27/25 - Domingo de la Divina Misericordia
Queridos hermanos y hermanas,
Hoy celebramos el Domingo de la Divina Misericordia, una fiesta que brota directamente del corazón de Cristo Resucitado. Fue instituida por San Juan Pablo II en el año 2000, durante la canonización de Santa Faustina Kowalska. En el Evangelio de hoy, encontramos a los discípulos escondidos detrás de puertas cerradas, llenos de miedo y vergüenza. Han abandonado a Jesús. Lo han negado. Están confundidos y rotos. Y, sin embargo, ¿cuáles son las primeras palabras que Jesús les dice al aparecerse en medio de ellos? “La paz esté con ustedes.” No dice: “¿Dónde estaban?” Ni: “¿Cómo pudieron abandonarme?” Sino: “Paz.”
Esta es la Divina Misericordia en acción. Jesús no viene con reproches. Viene con heridas—signos visibles de amor, no de acusación. Estas heridas hablan de sufrimiento, sí, pero también de victoria. Él sopla el Espíritu Santo sobre ellos y, al hacerlo, les confía el poder de perdonar los pecados. La misericordia recibida se convierte en misericordia compartida.
Y luego está Tomás. El incrédulo. El sincero. Él exige pruebas—no porque sea un cínico, sino porque también está herido. Jesús no lo rechaza. Lo invita: “Trae tu dedo… No seas incrédulo, sino creyente.” Cristo Resucitado nos encuentra donde estamos. La misericordia se inclina para levantarnos.
El Domingo de la Divina Misericordia no es solo un día para celebrar una devoción; es una invitación a entrar en una relación de confianza. La imagen que Jesús dio a Santa Faustina lo muestra con dos rayos que brotan de su Corazón—uno rojo por la Sangre que es la vida de las almas, y otro pálido por el Agua que las justifica. Debajo de la imagen están las palabras: “Jesús, en Ti confío.” Este es el corazón de la vida cristiana: confiar lo suficiente en Jesús como para permitirle que nos ame, incluso en nuestro pecado, y dejar que su misericordia nos transforme. Significa reconocer que ningún pecado es demasiado grande para su perdón, y que ninguna herida es demasiado profunda para su sanación.
Recordamos con gratitud la vida y el testimonio de nuestro querido Papa Francisco, de feliz memoria, quien tantas veces nos recordó que “el nombre de Dios es misericordia.” Él abrió de par en par las puertas de la Iglesia a los heridos, a los olvidados, a los marginados—porque veía, como Jesús en el Evangelio de hoy, que detrás de cada puerta cerrada hay un alma anhelando la paz. Que ahora descanse en esa misericordia que tantas veces predicó.
Pero la Divina Misericordia no está hecha para guardarse. Debe fluir a través de nosotros. La Iglesia está llamada a ser un instrumento de misericordia en un mundo que con frecuencia se encierra tras puertas de miedo, enojo, división y desesperanza. Perdónense unos a otros. Sean pacientes con los débiles. Hablen paz en medio del conflicto. Muestren compasión incluso cuando sea incómodo. Quiero dejarles hoy estos sencillos desafíos: Si llevas el peso del pecado, ve a confesarte. No esperes. Si guardas rencor, elige la misericordia. Perdona. Y si tu corazón duda como el de Tomás, ora, simple y sinceramente: “Jesús, en Ti confío.” Porque Él ha resucitado, y su misericordia permanece para siempre. ¡Que Dios los bendiga siempre!
P. Stan